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miércoles, enero 19, 2005
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Primero nací y viví en Uruguay. A los tres años me mudaron a Argentina. Desde chico me acompañó ese sentimiento nómade, ese desarraigo, la palabra patriota siempre me sonó como una síntesis de "patota".

Cuando era adolescente era muy tímido. Vengo de una infancia donde la represión se olía en el ambiente, donde "el silencio es salud" y donde ciertas instituciones de educación -de la mano del régimen militar- nos inculcaban los grandes valores de la tradición, la familia, la propiedad y el cristianismo, donde a veces sonaban alarmas porque "los subversivos habían puesto una bomba" y teníamos que evacuar el predio sin entender muy bien de qué se trataba esa lucha, y por qué "los subversivos" eran tan malos. Yo me divertía, y a la vez, les tenía miedo.

Colegio sólo de varones, de hombres, de "creadores de líderes", así nos decían; mi primera relación sentimental con una mujer fue a los veinte años de edad. Sentimental digo, porque durante la adolescencia, en plena ebullición de mi flamante verga de hombre, aprovechaba los "lentos" de las fiestas para apoyarla ahí, donde el pudor nunca fue bien entendido. A ellas les gustaba, claro, imagínense a mí, luego toda esa calentura desembocaba en maravillosas resfregadas en la almohada de mi cuarto, a solas. A mí no me enseñaron el amor, es mentira que no se enseña, sí, se enseña. El amor se enseña. Si bien mis padres jamás dejaron que me falte su amor, si bien me lo dieron en exceso y por eso los amo, el mundo está afuera de casa, y la vida con nuestros padres, aunque no lo parezca en nuestra infancia, es muy corta. Luego el mundo nos tira en la cabeza un mar de cemento y edificios, un verdadero laberinto, y ahí es donde nos damos varias veces la cabeza contra las paredes que lo cercan, elegimos caminos que no nos llevan a nada, y eso que llamamos experiencia nos dice que por ese lado no tenemos que volver, pero somos insistentes, rompemos paredes que nunca deberían haberse roto, construimos otras que jamás deberían haberse levantado, y aquí estamos, los más testarudos no nos detenemos hasta la salida, que posiblemente, jamás encontraremos, pero que nadie diga que no lo intentamos.

Desde esa adolescencia, por todo eso de lo que adolescía, me imaginaba en otro país que no fuera ese, Argentina no era para mí, nunca lo fue. No conozco demasiados países, sin embargo me embelesaba con aquellos pocos que la vida me dio oportunidad de conocer, y cada nuevo descubrimiento me delataba, como una premonición. que ese era mi destino. Primero fue Bolivia, luego fue Brasil. Mi madre me decía "te querés ir a vivir a cada lugar nuevo que conocés, ¿no estás bien acá?". En Bolivia no podía quedarme, la deliciosa y traicionera cocaína no era la compañera que yo quería para mi laberinto, un rapto de lucidez me hizo abandonar la idea de vivir en Santa Cruz de la Sierra, donde tenía todo lo que alguna persona podría envidiar.

En mi eterna búsqueda de nómade, llegué a Brasil con veintiún años, sucio, sudado, con el pelo por la cintura, una musculosa roja, un short de jeans descascado, el aspecto más indigente de Ipanema. Tenía un bolso donde guardaba ropa limpia, era sólo entrar a un albergue, darme un baño, cambiarme y salir a pasear por las calles cariocas. Ningún hotel (de los baratos), ni albergue, me aceptaban, me decían que no tenían cuarto disponible. Le pregunté a una señora que pasaba por la calle si conocía algún lugar donde darme un baño, me dijo que la acompañara que tenía un amigo que tenía un hotel y que si yo iba con ella me iba a aceptar; tampoco me aceptó, "estaba lleno". Me dijo "vení a casa, date un baño, cambiate, y después salís a buscar hotel tranquilo". Le agradecí y me llevó a su vivienda, una suerte de conventillo en Rua do Catete. Mientras me bañaba veía las cucarachas como jugueteaban por las paredes, jamás me habían caído tan simpáticas.

Luego de bañarme, me vestí para irme, ya era tarde. Me dijo que si quería que me quedara en su casa por esa noche y que al otro día, temprano, fuera a buscar el albergue con más tranquilidad. Me dio una llave de su cuarto, me mostró el sofá donde iba a dormir, era su cama, ella iba a dormir en el piso. Nunca hubo ninguna intencionalidad de su parte, tanto fue así que no fui a ningún albergue, me quedé quince días -mucho más de lo que tenía planeado- en su casa, aún con lo poco que ella disponía, todas las mañanas me despertaba con el desayuno servido, café, pan y manteca. Cuando me fui lloró, le dije que no tenía dinero para dejarle pero que me pida lo que quisiera que yo se lo mandaba. Con los ojos llenos de lágrimas me respondió que no quería nada. Insistí. "Mandame un perfume", concluyó. Jamás se lo mandé.

En aquella oportunidad me había quedado con las ganas de llegar hasta Bahía. ¿Por qué? Por la película "Doña Flor y sus dos maridos", cuando la vi fantaseaba con la idea de vivir ahí. Pero yo quería estar ahí mismo, en la casa de Doña Flor, quería tener esos vecinos, quería vivir esa historia. Lo que hacen las fantasías adolescentes...

Hoy, concluyo que toda esa huida planeada por nosotros, los desertores de la tierra, es una huida de nosotros mismos. Queremos huir de nosotros, nosotros somos nuestra patria odiada, nuestros propios desertores, aquellos que no aprendimos el amor, una generación que no perdona ni se perdona. Hablo de los que no nos adaptamos, de los que no aceptamos las cosas como son, los que no creen en la "familia tipo", los que no compramos la publicidad de la familia sonriente con sus niños rubios de la mano, en el medio de una pradera, del Banco Hipotecario.

Todo ese ímpetu de cambios, de nomadismo, hace que este servidor, abandone este espacio.

Santos & Demonios ya cumplió su etapa.

Pero espacios, sobran .



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# escrito por drádego @ 01:02
Santos & Demonios se mudó a http://www.santosydemonios.com.ar.



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