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viernes, agosto 20, 2004
.:: La tumba ::.  
Visita a la tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse.

Después del sinnúmero de veces que se lo habrán preguntado, el encargado de guardia sabe muy bien de quién se trata y nos indica el camino en el plano que los visitantes pueden estudiar en la pared, al lado de la puerta de entrada; y así, marchamos por la avenida principal en busca de la Allée Lenoir tratando de llegar a la 1a. División, 2a. sección, 3 Norte, 17 Oeste; pero en este primer intento uno se pierde en el laberinto de pequeños mausoleos y tumbas y, después de breves homenajes ante las de Baudelaire y Sartre, vuelve a la oficina de la entrada en Edgar Quinet sólo para confirmar que la información estaba bien pero que uno no había tomado la Allée Lenoir y regresa para ahora sí encontrar la que busca; y ahi está, blanca, plana, dividida en dos partes iguales y con los nombres de Carol Dunlop arriba y Julio Cortázar abajo, más fechas.

Durante unos minutos recuerdo la última vez que vi a Carol, en Managua, mostrándonos sonriente sus fotografías de niños nicaragüenses; y a Cortázar aquí, en este departamento (4 rue Martel, C., 4o. derecha) que él habitó y en el que por azares dignos de su imaginación vivo yo ahora y escribo estas líneas, cuando con B. y Aurora Bernárdez, en diciembre de 1983, acabado de regresar de las Naciones Unidas en Nueva York, a donde había ido a dar una de sus últimas batallas en favor del régimen sandinista, hablamos de literatura, de traducciones, de poesía, particularmente del autor de La ciudad sin Laura, Francisco Luis Bernárdez (»tan unidas están nuestras cabezas / y tan atados nuestros corazones»), hermano de Aurora a quien casi le digo de memoria todo el soneto que tanta influencia tuvo en nuestra generación de aprendices de escritor:

Si el mar que por el mundo se derrama
tuviera tanto amor como agua fría
se llamaría por amor María
y no tan sólo mar como se llama;


y de Italo Calvino y de la vez que cenamos con éste en esta ciudad en casa de Víctor Flores Olea hace tres años, yo no hallaba de qué hablar con Calvino hasta que él, en las mismas, se animó por fin a decirme que conocía Guatemala y de ahí no pasamos, pues a mí se me hacía ridículo revelarle que yo conocía Italia.

Me despido en silencio y, otra vez sobre la alameda Lenoir y la avenida, regreso y cuento cincuenta y cinco pasos desde ésta al lugar en que se halla la tumba, en un acto de signo absurdo pero así fue. De salida, el guardia nos hace adiós con un gesto de inteligencia y complicìdad que significaba que era donde él decía.

Diez minutos después, sobre la avenida Montparnasse, en el arroyo, vemos a decenas, cientos, miles de hombres y mujeres sudorosos que también cuentan sus pasos: jóvenes y viejos, rubios, morenos, negros, vestidos de pantalón corto y camiseta y con números visibles sobre el pecho, que han pasado, pasan y vienen corriendo con los rostros angustiados de quien huye de algo o, me entero, van tras algo: el final de una carrera de maratón, final que para algunos está llegando antes de lo previsto.

Por la noche, en la televisión, todo ese esfuerzo ocupa en la pantalla cinco segundos y veinte palabras, casi un epitafio.

Posted by: Augusto Monterroso

# escrito por drádego @ 20:07
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