Cuando Europa llegó a América y se encontró con los indígenas, la iglesia decidió que los habitantes del nuevo mundo no tenían alma.
Esta noticia fue muy bien recibida por los colonizadores, ya que hombres sin alma podrían ser alvo de cualquier tipo de vejación, maltrato y muerte, ya que al estar desalmados, no habría culpa.
Llegaron luego los jesuitas, su misión: recuperar el alma de los "salvajes".
En Bahía, Brasil, los colonizadores, que habían esclavizado a todos los indios Tupí, no veían con muy buenos ojos esta práctica ya que esa conversión llevaba tiempo, dinero y sacaba a sus esclavos de sus tareas diarias que eran requeridas para explotar la gran cantidad de riquezas que ese nuevo mundo les ofrecía.
Como los jesuitas vieron mermar la colaboración de los colonizadores portugueses, pidieron al Rey de Portugal que envíara un Obispo que les ayudara, con su autoridad, a hacer un poco más de presión a favor de la conversión de los salvajes. Había un jesuita que señalaron particularmente para que sea nombrado para tan honroso cargo: Pedro Fernandes Sardinha. Es que en otras oportunidades, había dado grandes muestras de humanidad hacia el prójimo, y eso es lo que estaban necesitando.
El rey cumplió la petición, y Sardinha fue enviado al nuevo Portugal para llevar para adelante las obras misioneras jesuíticas.
La decepción sobrevino cuando Pedro Fernandes Sardinha comenzó a concordar con los colonizadores: "¡Pero si estos indios son un atado de bestias, unos salvajes!", decía, "pero excelentísimo, es un trabajo muy lento que requiere voluntad y esfuerzo" arguía algún portavoz, a lo que Sardinha respondía: "Es trabajo perdido: nunca aprenderán nada y, además, desperdiciamos mano de obra que debería estar en las plantaciones. Son como animales: nada me extrañaría que un día quisieran comernos. Si hasta les miro el apetito en el rostro".
El Obispo en realidad no creía mucho en sus propias palabras, lo cierto es que estaba muy presionado por los colonizadores (y por el oro). A través de su mandato, no sólo se acabó la educación de los indígenas, sino que el régimen de esclavitud se hizo mucho más duro e inhumano, y en paralelo iba acumulando riqueza tras riqueza, no tendría de qué preocuparse en su vuelta a Portugal.
Claro que los indígenas no eran ni bestias ni salvajes, y ante los malos tratos que recibían a diario, comenzaron a hacer levantamientos o a querer huír. Los levantamientos eran severamente reprimidos con la muerte de los insurrectos, misma suerte corrían quienes querían escapar. Al poco tiempo, este mal manejo llegó a oídos del soberano portugués, que mandó a llamar a Pedro para que vuelva de nuevo a Portugal para responder a serios interrogatorios de conducta.
En 1556 partió de vuelta hacia Lisboa. Los indígenas, mientras cargaban el barco, no perdían oportunidad de mirarlo a los ojos, "me quieren comer" podría haber pensado de nuevo el representante de Dios.
Al poco tiempo de zarpar, una gran tormenta llegó a las costas de Brasil que el barco contorneaba y la nave naufragó. Estaba cerca de la playa pero sólo consiguió salvarse de la bravura del mar el Obispo Pedro y otro de los tripulantes. El Obispo agradecía a Dios su buenaventura y le daba gracias por no haberlo abandonado, se sentía un elegido divino.
Ahí aparecieron de nuevo los indígenas, pero ya no eran los Tupí, esta vez eran los Caeté, el otro marino, logró escaparse, pero Sardinha no, lo capturaron. Ni siquiera miraron a sus ojos. Luego de una sesión de torturas, esa misma noche, se hicieron un banquete de Obispo elegido. Alguno cuenta que ese banquete también era de alma, un alma que flameaba encima de las llamas y que era inhalada por todos los salvajes, que como buenos salvajes que eran, no hicieron ni siquiera una oración antes del primer bocado.
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por drádego @ 23:44 |
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